lunes, 5 de noviembre de 2012

Tocaya de Futurama



Todo parece indicar que “alguna era está por llegar a su fin”.
Puede que sean muchas eras, tantas como individuos me circundan. Es decir, uno tiene eras porque hay otros que acompañan la escena. Una escena existe en tanto hay un ser que actúa y, al menos, un testigo que la comenta. Yo puedo ser una escena. Una escena se puede convertir en era si la perpetuamos, si la volvemos crónica y aguda.
“No podré ya más aspirar a ningún Premio Nobel”, me confesó mi padre en el año 82´a su vuelta de NYU, al comprobar que en la universidad los investigadores en cristales de líquido sinovial le dedicaban 20 horas por día, o 3672 días por década, a mirar tuertos por un microscopio electrónico fluidos articulares de seres humanos, para lograr aplicar al galardón nórdico. Él prefería salir de paseo los fines de semana con nosotras, prendidas de su mano, contarnos historias extrañas de asuntos reales, confirmando permanentemente esa frase: “chicas siempre la realidad supera a la ficción”, y continuar con su casuística verbal extravagante y sibarítica. Ese día, de hace 30 años atrás, implicó tener conciencia que mi padre sería un simple mortal siempre. Agradezco su dedicación discursiva y amorosa.  Lamento aún no poder deshacerme del complejo de Electra.
“Fumé durante 20 años con responsabilidad y constancia”, aseveró mi madre en el año 84´, mientras apagaba los tres cigarrillos que tenía prendidos en simultáneo como siempre: uno en el laboratorio, otro en la sala de extracciones y, el último, en la sala de espera. Dejó de fumar habiéndose dedicado con mucho ahínco a trabajar durísimo, a estudiar con esmero y eficiencia, y a criarnos a mi hermana y a mí. El día que dejó de fumar, supe que ella nunca más volvería a tocar un cigarrillo. También intuí que yo fumaría con el mismo afán que ella, he dejado de fumar hace poco. Hemos conversado mucho sobre nuestro bajo umbral de sensibilidad ante los agentes toxigénicos exógenos a nuestro organismo, así como hemos compartido nuestra poca resistencia a la fiebre y una altísima tolerancia al dolor. Creemos ser mujeres fuertes, animales corajudos,  y así nos vamos criando. Con el tiempo entendí que si tenía hijos los engendraría de la misma manera en que mi madre nos acompañó a nosotras. Aún hoy padezco síntomas de admiración y amor desmedido por ella.
Ya tengo la edad en que mis padres, a esta misma edad,  realizaron un dog-leg en sus vidas. Mis hijos ya tienen la edad en que yo comenzaba a acordarme de todo en los ochentas, pero ahora ya es el siglo 21. Ya tengo la edad en que mis hijos se acordarán de mis decisiones verbalizadas e implementadas.  Aún no sé cuáles serán esas inflexiones que tanto cambiarán mi curso y los de ellos. Sí tengo claro qué no seré, qué no haré y qué no volveré a hacer nunca más, pero no sé muy bien que clausuraré de mi vida presente.
Pero hoy la máquina, que es cada día más plana, invisible y poderosa, larga al aire un monólogo que escucho y queda suspendido. La que emite la sentencia es mi tocaya de Futurama: “mis años de salvaje hedonismo me están afectando, será hora de quedarme quieta”, dice Lila.
Algo tendrá que cambiar, si no ha cambiado aún.  

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